29/3/11

Colonización 6.2.


La inútil búsqueda del Árbol de la Vida por parte de un Hombre mortal es el tema de uno de los más largos y poderosos relatos épicos que la civilización sumeria legara a la cultura humana. Titulado por los eruditos modernos como «El Poema de Gilgamesh», este relato trata del rey de Uruk, nacido de padre mortal y madre divina, a consecuencia de lo cual se le considera como «dos tercios de dios, un tercio humano», circunstancia que le induce a intentar escapar de la muerte, que era el destino de los mortales.

Éste es el texto que recibió Trompel:

"Gilgamesh partió de Uruk con un amigo, dirigiéndose hacia el «País de Tilmun», donde podría apoderarse de un shem [vehículo aéreo] que le permitiera viajar a la «Morada de los Dioses». Su objetivo es pues ascender al cielo en un shem. Tilmun es quizás Sippar, la ciudad de dóne se controlaban los principales vuelos. Cuando Gilgamesh y su compañero alcanzan por fin sus inmediaciones descubren que es una «zona restringida», protegida por temibles guardianes. Cansados y con sueño, los dos amigos deciden descansar por la noche antes de continuar.
Tan pronto les vence el sueño, algo les sacude y les despierta. Junto a un potente ruido, se ven iluminados por una columna de fuego y, ante el espectáculo, se preguntan si es real o si están aún soñando. Así fue como Gilgamesh describiría más tarde la experiencia:

"¡La visión que tuve fue absolutamente aterradora!
Los cielos gritaron, la tierra tronó;
Se fue la luz del día, llegó la oscuridad.
Un relámpago brilló, una llama se encendió.
Las nubes se hincharon, ¡llovió muerte!
Después, el fulgor se desvaneció; el fuego se apagó.
Y todo lo que había caído se había convertido en cenizas."
(Parte de la Epopeya real)

No hace falta demasiada imaginación -dice el orientalista Sitchin- para ver en estos pocos versos el antiguo relato de alguien que había presenciado el lanzamiento de un cohete. En primer lugar, el tremendo golpe seco de la ignición de los motores del cohete («los cielos gritaron»), acompañado por una fuerte sacudida de la tierra («la tierra tronó»). Nubes de humo y polvo envuelven el lugar del lanzamiento («se fue la luz del día, llegó la oscuridad»), para, después, entreverse el brillo de los motores encendidos («un relámpago brilló») y «encenderse una llama», a medida que el cohete empieza a subir en dirección al cielo. La nube de polvo y cenizas se «hincha» en todas direcciones para, después, caer («¡llovió muerte!»). Más tarde, el cohete se eleva en las alturas, como un rayo hacia el cielo («el fulgor se desvaneció, el fuego se apagó»). La nave desaparece ante su vista, y los restos «que habían caído se habían convertido en cenizas». (Z.Sitchin, p.81-84)

Sobrecogido por lo que había visto Gilgamesh eleva una plegaria en busca de protección y de apoyo y luego prosigue su proximación, llegando a la montaña de Mashu, de donde había subido la columna de fuego. Pero el lugar parece estar dentro de la montaña y la entrada está custodiada por fieros guardianes. Entre ellos y el gran Gilgamesh, no está claro quién tiene más miedo:

"Su terror es pavoroso, en sus miradas está la muerte.
Con sus trémulas luces barren las montañas."

Cuando Gilgamesh explica sus orígenes parcialmente divinos, el propósito de su viaje («Acerca de la muerte y de la vida le quiero preguntar a Utnapistim») y el hecho de que lo realiza con el consentimiento de Utu, dyaus de Uruk, los guardianes le permiten seguir adelante. Lo que parecía montaña es en realidad una fortaleza. Llega así finalmente a un magnífico jardín donde las frutas y los árboles tienen incrustadas piedras semipreciosas (el «Edén»).

Es aquí donde, según las notas de Kauffman, el relato del Golfo se aleja más de la Epopeya de Gilgamesh y se acerca más al libro del Génesis. Al acercarse al «árbol» (en realidad, la torre de lanzamiento, ahora sin el cohete), el héroe es interceptado por el dueño del lugar, quién le reprocha su conducta. "No corresponde al hombre, por más alta que sea su estirpe, adquirir el conocimiento [del acceso a la bóveda celeste]." El dyaus llama entonces a los guardias quienes, entre varios, logran dominar al intruso y lo echan fuera de la fortaleza, con la prohibición absoluta de volver a acercarse al «Edén». ¡El «adama» (Adán) había sido expulsado del paraíso por querer conocer (experimentar, en este caso el vuelo hacia el cielo) demasiado. Y los nefilim (ángeles) que guardaban el portón de la fortaleza activaron sus «espadas de fuego» (laser) para alejar definitivamente al pecador que quiso conocer el secreto de los dyauses.

[ La imagen adjunta muestra una antigua moneda encontrada en Biblos (la bíblica Gebal), en la costa mediterránea del actual Líbano, y representa el Gran Templo de Ishtar. Aunque aquí se muestra con la apariencia que tenía en el primer milenio a.C, los requisitos existentes para que los templos se construyeran y reconstruyeran en el mismo lugar y según el plano original hacen que lo que veamos ahora sean los elementos básicos del templo original de Biblos, diseñado milenios atrás. La moneda retrata un templo con dos partes. En la parte frontal se encuentra la estructura principal del edificio, imponente con su pórtico columnado. Pero, detrás, hay un patio interior, o «zona sagrada», oculto y protegido por un enorme muro. Está claro que es una zona elevada, pues sólo se puede acceder a ella subiendo unas escaleras. En el centro de esta zona sagrada hay como una plataforma que, por su entramado de vigas cruzadas, similar al de la Torre Eiffel, da la sensación de que fuera construida para soportar un gran peso. Y, de pie sobre la plataforma, se encuentra el objeto de toda esta seguridad y protección, un objeto que sólo puede ser un shem. (De Sitchin, El 12º planeta, p.74)]