27/1/09

Artecal 1.4

           Julio 1970

El abogado de Ducquet había pagado el último mes de trabajo de la cocinera y del mayordomo. Néstor Alambique se encontraba así sin empleo y sin alojamiento. Su madre, viuda, vivía felizmente todavía y arrendaba un pequeño departamento en la calle de la Tourelle, a pocos minutos del domicilio de su difunto patrón. Soltero empedernido, pudo así instalarse con ella.

Dos meses más tarde y gracias a la ayuda del abogado Winters pudo por fin obtener un trabajo modesto en el Banco de Bruselas: le correspondía timbrar cheques, es decir imprimir en ellos los nombres de los clientes antes de corchetear las libretas. Es así como, un día, le llamó la atención el nombre de Séraphine Demazedier. Éste le recordó una extraña visita recibida por su antiguo patrón unos seis meses antes. La mujer se había presentado y le había dado su tarjeta de visita sin sobre, lo cual era de lo más extraordinario. Le dijo que no la esperaban pero que sería sin duda recibida. Cuando Néstor entregó la tarjeta a su patrón, éste palideció y le ordenó hacerla pasar de inmediato, lo cual también era inesperado. La oyó salir después de cinco minutos, lo que también era muy poco usual. Decidió llamar al comisario Servais para contarle esta visita.

Cuando ambos se encontraron, Néstor recordó y contó también que la mujer había fumado en el escritorio. Su patrón le había llamado después de la salida de la mujer para que limpiase el cenicero. El cigarrillo estaba a medio fumar y pudo ver que era un Gauloise azul, lo cual le llamó la atención porque era un tabaco muy fuerte, poco común en Bélgica y aún más raramente fumado por una mujer.

«Esto es interesante» se dijo el policía. La colilla encontrada en la estufa el día de la muerte de Ducquet también era de una Gauloise azul, según había determinado el laboratorio. Y tenía trazas de lapiz labial. Así, se trataba posiblemente de la misma mujer, que había visitado a Ducquet la noche en que murió. Como, según el criado, nadie había tocado el timbre de la puerta, el traficante la esperaba, posiblemente observando por la ventana, y le había abierto la puerta. De una manera u otra, ella había podido verter veneno en el vaso de coñac y, así, había asesinado al hombre. Y se había ido quizás con documentos importantes ya que no había quedado nada sobre el escritorio.

La cuenta corriente de Demazedier podía constituir por fin una pista. Por orden judicial, el banco entregó toda la información de que disponía sobre este cliente. Las sumas movidas a través de su cuenta eran altísimas pero se quedaban muy poco tiempo ahí. En algunos casos provenían de una cuenta numerada en Zurich, en Suiza, pero la mayoría de las veces se habían depositado en efectivo y habían sido transferidas después a otra cuenta numerada en Ginebra. Sería imposible obtener información acerca de estas cuentas dado que el secreto bancario era absoluto en Suiza. Los depósitos eran irregulares. Uno sólo para el año en curso, cuatro para el año anterior y seis, menores, para el año precedente. La cuenta había sido abierta cuatro años antes por un tercero con un depósito de medio millón de francos. La firma del contrato original era ilegible y la que había registrado Seraphine Demazedier era poco más que un dibujo. Había retirado entonces su primer talonario de cheques pero nunca lo había utilizado. Había ido al banco ocasionalmente para hacer pequeños retiros y ordenar las transferencias. Si Alambique había timbrado un nuevo talonario, era porque el banco había cambiado la presentación gráfica de los mismos e introducido nuevas medidas de seguridad. Le nuevo talonario le sería ofrecido en su siguiente visita. Pero no había venido desde la muerte de Ducquet. Lo más intersante era la dirección que había dejado: era una casilla postal de la comuna de Etterbeek, en la oficina postal de la calle del General Leman. A algunos minutos del domicilio de Ducquet. ¿Otra coincidencia?

La policía decidió vigilar la oficina de correos. Una máquina fotográfica fue instalada cerca de la casilla y conectada a ésta de tal modo que al abrirla se dispararía la máquina para tomar una foto de quién la abría. También se puso en el casillero un pequeño paquete con otro nombre, esperando que el receptor vaya al mostrador para devolverlo indicando el error de destinatario. Un policía estaba adentro, esperando este momento para proceder a seguir a la persona que haría el trámite.

Después de tres días de espera inútil, un anciano abrió la casilla, retiró el paquete y lo devolvió en el mostrador como se esperaba. Salió después y bajó la calle. El policía lo siguió de lejos y lo vió entrar por una puerta al lado de la pastelería «Vatel», casi al final de la calle. Se quedó observando, pero el anciano no volvió a salir. Se decidió entonces instalar un puesto de observación casi al frente de la pastelería, en una juguetería cuyo propietario aceptó colaborar con la policía. Desde detrás de la vitrina era fácil observar los movimientos al frente sin ser visto. El anciano salía cada mañana para hacer algunas compras en las tiendas de la cercana plaza Jourdan o hacer un pequeño paseo en los alrededores. Pero no lo vieron nunca recibir visita ni hablar con nadie fuera de los almacenes.
La semana siguiente, volvió al correo y retiró un sobre que venía del banco de Demazedier. Sería interesante ver qué pasaría a continuación. Pero no pasó nada. Aparentemente el anciano se llevó el sobre y lo guardó. Servais decidió entonces interrogar discretamente al pastelero, proprietario del edificio, que le dió el nombre de su arrendatario, el señor Leroi, que apreciaba por su tranquilidad y que pagaba siempre religiosamente su arriendo el día convenido. Confirmó que tenía teléfono y que recibía muy raramente correo en la casa. Servais mandó entonces poner su teléfono bajo escucha.